El origen de la palabra BIBLIOTECA Del griego BIBLION significa libro y TECA significa caja, lo que puede traducirse como lugar donde se guardan los libros. En la actualidad es más amplio el significado, como colecciones de libros, acondicionados para usar.
En sus orígenes las bibliotecas tuvieron una naturaleza más propia de lo que hoy se considera un deposito de documentos que de una biblioteca. Se iniciaron en los templos de las antiguas ciudades mesopotámicas, donde tuvieron en principio una función de preservación y registro de hechos ligados a la actividad religiosa, política, económica y administrativa, al servicio de una casta de escribas y sacerdotes. Los documentos se escribían en escritura cuneiforme en tablillas de barro.
Una de las primeras bibliotecas de las que se tiene noticias como conjunto organizado de libros y documentos es la del rey Asirio Asurbanípal, descubierta al excavar Nínive. En ella aparecieron 30.000 fragmentos de tablas de arcilla enterradas entre los restos del Palacio Real. Su descubrimiento aceleró el desciframiento de la escritura cuneiforme.
Destacaron especialmente las bibliotecas-archivo de Éfeso, Mari, Lagash y Ebla, así como la del rey asirio Asurbanipal.
La biblioteca más antigua de la que se tiene noticia data precisamente del tercer milenio a. C., estaba en el interior de un templo de la ciudad de Nippur, en la antigua Babilonia, en ella se almacenaban primitivas formas del libro consistentes en tabletas de barro y rollos de papiro.
En Mesopotamia se escribían principalmente en tablas de arcilla, generalmente rectangulares, que se dejaban secar al sol o se cocían después de haber escrito en ellas. Las tablillas se identificaron por el colofón, en el que figuran las palabras con las que comenzaban la obra. A veces se añadió el nombre del propietario de la tablilla, y el de la escriba. Estas tablas se guardan lejos del suelo, en cajas de madera o citas de mimbre a lo largo de las paredes en las habitaciones centrales dentro de los palacios. Las tablas se ordenaron por diferentes materias, por su importancia. En el dintel de la puerta de acceso se grababan los comienzos de las obras que estaban en esa habitación.
BIBLIOTECA DE ASURBANIPAL
La biblioteca de Asurbanipal fue una gran biblioteca en la ciudad asiria de Nínive, iniciada por el rey Sargón II, que reinó desde el 722 al 705 a. C. y ampliada por el rey Asurbanipal (669-627 a. C.). Se encontraba situada en el recinto del palacio.
A mediados de siglo XIX los arqueólogos descubrieron la antigua capital asiria de Nínive (hasta entonces sólo conocida por el Antiguo Testamento) y hallaron en las ruinas del palacio de Assurbanipal una biblioteca con los restos de alrededor de 25.000 tablillas de arcilla inscritas encontradas bajo los escombros del palacio real en Nínive. Fue famosa y muy considerada desde su creación. Cuando los babilonios arrasaron Nínive al mando de Nabopolasar en el 612 a. C., destruyeron gran parte de su contenido.
Se trata de la colección más completa que se conoce de escritura cuneiforme, un legado cultural dejado por el rey Asurbanipal que, según las noticias escritas que se conservan sobre su vida, mostró un gran interés por el saber y la ciencia de Mesopotamia y dio orden de buscar y confiscar todas las tablillas posibles, sobre todo en Babilonia. En ellas puede encontrase los temas más diversos:gramática, diccionarios, listas oficiales de ciudades tratados de matemáticas y astronomía, libros de magia, religión, ciencias, arte, historia, literatura.
Los historiadores saben ahora que la civilización sumeria floreció en lo que ahora es Iraq casi un milenio antes de los inicios de la época faraónica en Egipto, y que ambas serían posteriormente seguidas por la civilización del Valle del Indo(subcontinente indio).
También es sabido que fueron los sumerios los primeros en plasmar por escrito los anales y relatos de dioses y hombres, de los cuales, todos los demás pueblos, incluidos los hebreos, obtuvieron los relatos de la Creación, Adán y Eva, Caín y Abel, el Diluvio Universal, la Torre de Babel, etc.
Una de las obras más famosas de la biblioteca es el Poema de Gilgamesh, considerada como la obra narrativa más antigua de la humanidad.
El rey Asurbanipal fue educado como un príncipe cuyo destino, en principio, no sería el de reinar, sino el de sacerdote o algún otro cargo importante de la corte. Fue educado en las artes y las ciencias. Fue un rey guerrero y culto. Él mismo escribe de su formación: [...he leído intrincadas tablillas inscritas en los oscuros sumerio y acadio, difíciles de desentrañar...]...[...estudié el saber secreto de todo arte del escriba...].
En 1847, Austen Henry Layard, un joven viajero con vocación de arqueólogo, descubrió bajo un montículo de la ciudad antigua de Nínive las ruinas del palacio de Senaquerib, entre las que se encontraba la biblioteca de Asurbanipal. Las tablillas encontradas fueron depositadas en el Museo Británico. Por otra parte, el arqueólogo Henry Rawlinson encontró una inscripción en la roca de Behistún con un texto políglota de la época del rey persa Darío I el Grande en antiguo persa, elamita y babilonio. Fue un hallazgo tan importante como el de la piedra de Rosetta pues su estudio sirvió para poder traducir e interpretar la escritura cuneiforme de los textos de las tablillas de la biblioteca.
LA BIBLIOTECA DE EBLA
El descubrimiento de Telí Mardikh-Ebla, especialmente del Palacio Real que data de la segunda mitad del tercer milenio a.C. y de su Archivo Real, es uno de los más importantes de este siglo: unos 2000 documentos íntegros y más dc 600 fragmento textuales casi completos. Alrededor del 80% de los textos encontrados son de carácter administrativo en ellos se refleja todo el movimiento económico en torno a una cultura de 4.500 años.
Las excavaciones comenzaron en 1964 por una Misión Arqueológica de la Universidad de Roma dirigida por el Profesor Paolo Matthiae. Cuatro años más tarde se identificó Ebla y en 1975 tuvo lugar el hallazgo del Palacio Real.
Estos documentos --tablillas de arcilla-- describen un imperio de más de 250000 personas cuyas áreas de influencia se extendían desde el Sinaí en el sur a través de lo que es ahora Israel, Siria y Libano hasta Chipre en el oeste y las altas tierras de Mesopotaníia en el este.
Las tablillas estaban escritas en la escritura sumeria del período dinástico arcaico IIIA, si bien inicialmente no parecía sencillo traducirlas. Tras meses de investigación pudo aclararse que estaban escritas en un dialecto semítico llamado desde entonces “eblaíta”, además del sumerio, manifestando las estrechas relaciones de Ebla con el sur de Mesopotamia, donde fue desarrollada la escritura. Una lista de vocabulario fue hallada con las tabillas, permitiendo traducirlo.
No era la biblioteca principal del palacio, lo que descubrieron los arqueólogos, sino un deposito de documentos de provisiones y tributos, casos legales y diplomáticos y contactos comerciales, y un scriptorium con textos copiados por aprendices. Las tablillas fueron originalmente almacenadas en estantes, pero cayeron al suelo cuando el palacio fue destruido. La ubicación donde las tabillas fueron descubiertas permitieron a los excavadores reconstruir su posición original en los estantes: fueron colocadas en los estantes según el tema.
En el archivo se han encontrado los primeros tratados diplomáticos internacionales de la historia. Un ejemplo es el Tratado de Ebla - Abarsal. Este tratado se encontró en los archivos de las tablillas de Ebla, datados en el III milenio a.n.e, que sobrevivieron al incendio del palacio real. Pese a las dificultades que tuvo la restauración de las tablillas, se ha podido datar este tratado, en torno al año 2350 a.C. Seguramente se ha podido datar, siguiendo estudios prosopográficos y las maneras de escribir.
Junto a estos textos, fueron descubiertos documentos que versaban sobre lingúistica, literatura y educación. Había textos de carácter administrativo y diplomático así como textos literarios.
Por tanto, los textos eblaitas que componen los Archivos Reales constituyen una documentación extraordinariamente rica a la hora de reconstruir las lenguas semíticas en general.
En las distintas culturas mesopotámicas no existió algo como una biblioteca pública, las tablillas se almacenaban en los palacios o templos y su lectura y uso estaba restringido a los escribas del rey y a los sacerdotes. Aunque se sabe que las tabletas en posesión de particulares podía llegar al millar.
La extensa y variada masa documental encontrada en Ebla ha hecho que estos textos epigráficos sean el motivo de una ardua discusión científica.
En 1974, el Profesor Peuinato, el lingúista experto de la Misión Arqueológica que durante casi tres años fue el único que conoció directamente los textos, observó que a pesar de que los caracteres cuneiformes que aparecían en las tablillas eran sumerios. la lengua no lo era. Reconoció muchos elementos semiticos e identificó un lenguaje desconocido hasta ahora como
«EBLAITA».
La lengua de Ebla, precisamete por su arcaismo, muestra elementos morfológicos comunes al antiguo acadiano y a las lenguas de la mayor parte del sur de Arabia. pero se diferencia de ellas desde el punto de vista léxico. Las tablillas son las únicas pruebas en las que aparece la antigua lengua semítica del oeste y las primeras listas de vocabulario bilingúe conocido por el honbre.
LA BIBLIOTECA DE LAGASH
Lagaš o Lagash fue una de las ciudades-estado más antiguas de Sumeria y más tarde de Babilonia. Sus restos conforman una baja y larga línea de montículos de ruinas, conocida ahora como Tell al-Hiba en Irak, al noroeste de la unión del Éufrates con el Tigris y al este de Uruk. Está situada en el cauce de un antiguo canal, unos 5 kilómetros al este de Shatt-el-Haj y a poco menos de 16 kilómetros al norte de la actual Shatra.
Las ruinas de Lagash fueron descubiertas en 1877 por Ernest de Sarzec, en ese tiempo cónsul francés en Basora, a quien le fue permitido, por el jefe Montefich, Nasir Pasha el primer Wali-Pasha o gobernador general, excavar a su antojo en los territorios. Al principio por cuenta propia, después, como representante del gobierno francés, De Sarzec continuó las excavaciones del lugar, con varias intromisiones, hasta su muerte en 1901, después de que el trabajo fuera continuado con la supervisión de Gaston Cros. Las principales excavaciones fueron realizadas sobre dos grandes montículos, uno de los cuales resultó ser la zona del templo, E-Ninnu, el santo lugar del dios patrón de Lagash, Ningirsu o Ninib.
Las expediciones arqueológicas posteriores fueron dirigidas por Henri de Genouillac (1929-31) y Andre Parrot (1931-33).
Lograndose descubrir en estas escavaciones un pequeño montículo periférico donde Ernest De Sarzec encontro los archivos del templo, unas 30.000 tablillas de arcilla con inscripciones, guardando los registros de negocios, y revelando con extraordinario detalle la administración de un antiguo templo de Babilonia, el tipo de propiedad, el método de cultivar sus tierras, y sus tratos comerciales e industriales y empresariales. Desafortunadamente, antes de que estos archivos pudieran ser extraídos, las galerías que los contenían fueron saqueadas por los árabes, y un gran número de tablillas fueron vendidas a comerciantes de antigüedades, quienes las esparcieron por toda Europa y América.
Los primeros fragmentos de tablillas se encontraron en la excavación de las ruinas de esa biblioteca en el Siglo XIX ya que se encontraron más de 70.000 fragmentos de tablillas se deduce que era una de las bibliotecas más importantes de aquella época.
Los archivos de lagash estaban guardados en pequeñas habitaciones que se comunicaban entre sí sin puertas y quedaban incomunicadas con el exterior por lo que el acesso tendría que hacerse utilizando escaleras.
En las paredes había bancos de obra, de unos 50cm. de profundidad, sobre los que descansaban las tabletas directamente, o metidas en recipientes como : cestas de mimbre recubiertas de arcilla o jarras.
LAS BIBLIOTECAS EN LA ANTIGUA GRECIA
Las primeras bibliotecas de la Antigua Grecia pertenecían a las grandes escuelas filosóficas atenienses del siglo IV a.C., como la Academia de Platón o la escuela de Epicuro. La más importante parece ser que fue la escuela peripatética de Aristóteles.
Estos eran centros en los que se discutía y se trataba sobre filosofía, ciencia, religión, etc., y, además, en ellos se acumulaban colecciones de libros de las que, desafortunadamente, no se conserva nada.
Además desde el año 776 hasta el siglo V no hubo bibliotecas públicas. A partir del siglo V se produjo en Atenas un activo mercado de libros, lo que incrementó la importancia de las bibliotecas particulares.
Las bibliotecas dejan en esta época de ser patrimonio de los templos y ya encontramos bibliotecas en casas particulares, como es el caso de la biblioteca de Ulano, cerca de Pompeya, situada en la casa de un noble, que se ha conservado después de enterrarse en ceniza. Esta biblioteca, donde se han encontrado los textos que se conservan de Epicuro, estaba dividida en dos grandes zonas, una para libros griegos y otra para libros romanos.
Las tablillas en la Grecia clásica recibián el nombre de "deltoi"y los rollos de papiro se denominaban"kilindros"
Los materiales empleados en Grecia eran: papiro, tablillas de madera recubiertas de resina, y tablillas de madera recubiertas de yeso para una mejor conservación.
Las tablas sobre las que escribian estaban recuadradas por un marco o rehundidas, y en su interior se ponía una mezcla de cera y resina. Se utilizaban para cartas, borradores y para que los niños en las escuelas se iniciaran en la escritura.
En el siglo de Pericles (siglo V), el gran número de obras escritas tanto de carácter científico y técnico, como discursos, obras históricas y teatrales, dan lugar por primera vez en la historia a la circulación de ejemplares entre personas particulares, la formación de bibliotecas privadas y el nacimiento del comercio del libro.Las primeras bibliotecas de la Antigua Grecia pertenecían a las grandes escuelas filosóficas atenienses del siglo IV a.C., como la Academia de Platón o la escuela de Epicuro. La más importante parece ser que fue la escuela peripatética de Aristóteles.
Estos eran centros en los que se discutía y se trataba sobre filosofía, ciencia, religión, etc., y, además, en ellos se acumulaban colecciones de libros de las que, desafortunadamente, no se conserva nada.
Además desde el año 776 hasta el siglo V no hubo bibliotecas públicas. A partir del siglo V se produjo en Atenas un activo mercado de libros, lo que incrementó la importancia de las bibliotecas particulares.
Las bibliotecas dejan en esta época de ser patrimonio de los templos y ya encontramos bibliotecas en casas particulares, como es el caso de la biblioteca de Ulano, cerca de Pompeya, situada en la casa de un noble, que se ha conservado después de enterrarse en ceniza. Esta biblioteca, donde se han encontrado los textos que se conservan de Epicuro, estaba dividida en dos grandes zonas, una para libros griegos y otra para libros romanos.
Las tablillas en la Grecia clásica recibián el nombre de "deltoi"y los rollos de papiro se denominaban"kilindros"
Los materiales empleados en Grecia eran: papiro, tablillas de madera recubiertas de resina, y tablillas de madera recubiertas de yeso para una mejor conservación.
Las tablas sobre las que escribian estaban recuadradas por un marco o rehundidas, y en su interior se ponía una mezcla de cera y resina. Se utilizaban para cartas, borradores y para que los niños en las escuelas se iniciaran en la escritura.
En la época Helenística el libro escrito triunfó plenamente, y de esta forma se consolidó el comercio del libro. Este a su vez facilitó la creación de verdaderas bibliotecas, que estaban formadas por conjuntos de libros ordenados y al servicio de los usuarios que los utilizaban como material de consulta.
Fundamentalmente se escribieron los libros en rollos de papiro importados de Egipto, aunque también se utilizó el rollo de piel y el de tela. Los rollos griegos se confeccionaban como en Egipto, pegando las hojas (collémata), una a continuación de la otra.
El título se escribía en el colofón, es decir, al final del texto. Para facilitar el manejo del rollo y reforzarlo se le colocaba una varilla (onfalós), que podía ir rematada con adornos en marfil o en hueso.
Para guardarlos se les envolvía en fundas de piel o de papiro y se les colocaba en una caja o cesta, con etiquetas colgantes de papiro o piel donde se escribían los datos que identificaban el documento.
El receptáculo de madera o piedra donde se conservaban los rollos era llamado por los griegos bibliotheke, palabra que acabó significando colección de libros.
Entre las numerosas bibliotecas de la Grecia antigua se destaca la de Pérgamo.
La Biblioteca de Pérgamo fue en la Antigüedad la segunda en importancia después de la de Alejandría. Ambas compitieron por un tiempo en calidad, número de volúmenes e importancia. Lo poco que se conoce sobre esta biblioteca es lo que aportó el escritor y viajero romano Plinio el Viejo en su obra Historia Natural.
Los reyes de Pérgamo fueron coleccionistas de arte y otros temas y sobre todo bibliófilos y tuvieron una gran preocupación por la cultura (como los ptolemaicos en Egipto). Estaban interesados en convertir su capital, Pérgamo, en una ciudad como Atenas en la época de Pericles.
El rey de Pérgamo Átalo I Sóter fue el fundador de la biblioteca y su hijo Eumenes II fue el que la agrandó y fomentó; llegó a acumular hasta 200.000 volúmenes (otras fuentes hablan de 300.000). Allí se estableció una escuela de estudios gramaticales, como había sucedido en Alejandría, pero con una corriente distinta. Mientras en Alejandría se especializaron en ediciones de textos literarios y crítica gramatical, en Pérgamo se inclinaron más a la filosofía, sobre todo a la filosofía estoica, a la búsqueda de la lógica en lugar de hacer análisis filológicos.
Los volúmenes de Pérgamo eran copiados en un material llamado pergamino porque fue inventado y ensayado precisamente en esta ciudad. Al principio los libros eran de papiro pero según una leyenda, Alejandría dejó de abastecer a Pérgamo de esta materia, por cuestiones políticas y de rivalidad, y Pérgamo tuvo que ingeniárselas de otra manera. Los historiadores aseguran que la elección de pergamino fue completamente voluntaria y por el hecho de ser este un material más acomodadizo y duradero.
Parece ser que en esta biblioteca se guardaron como un gran tesoro y durante cien años los manuscritos de Aristóteles, sin hacer ediciones y sin publicarse. Sólo cuando llegaron a Roma y bajo la insistencia y el empeño del político y escritor Cicerón se procedió a editarlos y darlos a conocer no sólo a los estudiosos de las bibliotecas sino a todo el que quisiera leerlos.
En el año 47 a. C. ocurrió el incendio de Alejandría y parte de su biblioteca, a raíz de los enfrentamientos por mar entre el ejército egipcio y Julio César. Según narra Plutarco en sus Vidas paralelas, más tarde, como recompensa por las pérdidas, Marco Antonio habría mandado al Serapeo de Alejandría los volúmenes de la biblioteca de Pérgamo, que ya había sido saqueada con anterioridad por causa de las luchas políticas que hubo en Asia Menor en aquellos años. Este fue el fin de la segunda gran biblioteca de la Antigüedad.
La primera noticia de una biblioteca egipcia se la debemos a Diodoro de Sicilia, que en su libro "Biblioteca Histórica" (escrita en el siglo I a.C.) donde cita a Hecateo de Abdera que en su viaje a Egipto visito el monumento al rey Ozymandias, y en el sitúa "la biblioteca sagrada"
donde esta escrito “clínica del alma”. Este pasaje es recogido por Serlio y por Justus Lipsius, los cuales describen que era frecuente la existencia de bibliotecas en Egipto, especialmente en los templos, siendo cuidadas por los mismos sacerdotes.
Parece ser que el nombre de Ozymandias es una alteración de user-maat-re, nombre egipcio de Ramsés II, y que el edificio donde se encontraría la biblioteca es el ramesseum, templo funerario y conmemorativo a este situado en la necrópolis tebana, él lo llamó: "El templo de millones de años de User-Maat unido con Tebas en la heredad de Amón al oeste de Tebas". Fue construido justo al norte del templo de Amenhotep III. Su construcción duró desde el comienzo de su reinado hasta el año 22. En el Ramesseum se usaron algunas innovaciones arquitectónicas, como el uso de la arenisca en vez de adobe para construir el primer pilono.
En las ruinas de esta edificación se conserva una sala que en el techo tienen grabados
planos astronómicos, estancia que ha sido identificada tradicionalmente como el lugar donde se guardaba la biblioteca, pero pudo ser cualquier otra en el amplio recinto del templo.
Los arqueólogos han logrado encontrar en Egipto papiros pertenecientes al tercer periodo intermedio del siglo XIa.c al VIII a.c. que indican que el templo tenía también una escuela importante, y que fue un centro económico, cultural y religioso. En esta época las bibliotecas se consideraban sagradas y eran llamadas casas de los libros ( centros de cultura y de estudio) y casas de la vida (lugares de archivo).
Se piensa que ambos tipos de biblioteca, casas de la vida y casas de los libros, se encontraban ubicados en el mismo sitio, no obstante no se ha encontrado ninguno de los dos en las excavaciones. Se cree que también serían dependencias de los templos y palacios.
Los libros estaban escritos en papiro -en lugar de arcilla- por lo que todos han desaparecido. Lo que nos ha llegado es lo que está escrito en tumbas y monumentos como el Libro de los muertos, cuyo fin era facilitar el viaje a ultratumba.
En el templo de Horus, esta la evidencia mas clara de una biblioteca en un templo. En la primera sala hipóstila y adosada a su muro externo se encuentran dos pequeños cuartos, uno a cada lado del eje central del templo. El occidental era llamado “la casa de la mañana” y en el se purificaban los sacerdotes antes de oficiar y el de la derecha era la biblioteca. Se trata de un pequeño cuarto con una inscripción en la que se relacionan los 37 títulos donados por el faraón. Detrás de una de la pétreas paredes divisorias de la fila interior de columnas esta alojada “la biblioteca”, y el catalogo de los rollos de papiro esta escrito en las paredes exteriores del pequeño espacio. El cuarto de cuatro metros cuadrados, tiene un nicho en el muro, quizás utilizado como armario, y es identificada por una inscripción “la sala de la biblioteca de horus-ra, llena de libros sagrados”.
La Biblioteca Real de Alejandría o Antigua Biblioteca de Alejandría, fue en su época la más grande del mundo. Situada en la ciudad egipcia deAlejandría, se estima que fue fundada a comienzos del siglo III a. C. por Ptolomeo I como complemento del Museo de Alejandria, y posteriormente ampliada por su hijo Ptolomeo II Filadelfo, llegando a albergar una enorme cantidad de manuscritos.
La ciudad de Alejandría fue fundada por Alejandro Magno y construida por su antigua guardia personal. Alejandro estimuló el respeto por las culturas extrañas y una búsqueda sin prejuicios del conocimiento. Según la tradición —y no nos importa mucho que esto fuera o no cierto— se sumergió debajo del mar Rojo en la primera campana de inmersión del mundo. Animó a sus generales y soldados a que se casaran con mujeres persas e indias.
Coleccionó formas de vida exóticas, entre ellas un elefante destinado a su maestro Aristóteles. Su ciudad estaba construida a una escala suntuosa, porque tenía que ser el centro mundial del comercio, de la cultura y del saber. Estaba adornada con amplias avenidas de treinta metros de ancho, con una arquitectura y una estatuaria elegante, con la tumba monumental de Alejandro y con un enorme faro, el Faro de Alejandría, una de las siete maravillas del mundo antiguo.
Como foco cultural cabe destacar que fue aquí donde se produjo la Septuaginta, una traducción de la Biblia Hebrea al Griego. Grupos de sabios también pasaban grandes temporadas en Alejandría como Arquímides, Euclides y su geometría, Hiparco de Nicea quién explicó la trigonometría y el geocentrismo del universo, Aristarco de Samos, defendiendo el movimiento de la tierra y de todos los planetas alrededor del sol. Fue en Alejandría donde se escribió el primer libro de geografía con mapas del “mundo conocido”, se profundizó en las matemáticas, se inventó la cajas de engranajes e incluso los primeros autómatas por vapor, se fabricaron el Alejandría. Más tarde también recibiría la ciudad a Médicos como Galeno y su arte de la curación aportando vastos conocimientos de anatomía, etc.
Pero la maravilla mayor de Alejandría era su biblioteca y su correspondiente museo (en sentido literal, una institución dedicada a las especialidades de las Nueve Musas). La célebre Biblioteca de Alejandría, creada pocos años después de la fundación de la ciudad por Alejandro Magno en 331 a.C., tenía como principal finalidad la recopilación de la totalidad de la literatura griega en sus mejores copias, asi como su clasificación y comentario. También empezaron a reproducirse obras para su posterior venta, lo que favoreció el comercio del libro.
Otra de sus principales funciones era la copia de manuscritos defectuosos y la preparación de nuevas ediciones.
Cuando los volúmenes llegaban a la biblioteca, éstos se depositaban en almacenes para comprobar su contenido. Después pasaban a un escritorio para ser copiados en el formato establecido. El tipo de rollo adoptado era uniforme, con una altura, longitud, número de columnas y líneas igual para todos.
El poeta Calimaco fue uno de los sabios que colaboraron en la clasificación y comentario de estas obras. Preparó una serie de catálogos de autores que daban noticia de su producción intelectual, a la vez que proporcionaban datos sobre la temática de las obras y su extensión. Estos catálogos son conocidos como Pinakes.
A mediados del siglo III a.C., bajo la dirección del poeta Calímaco de Cirene, se cree que la biblioteca poseía cerca de 490.000 libros, una cifra que dos siglos después había aumentado hasta los 700.000, según Aulo Gelio. Son cifras discutidas –otros cálculos más prudentes les quitan un cero a ambas–, pero dan una idea de la gran pérdida para el conocimiento que supuso la destrucción de la biblioteca alejandrina, la desaparición completa del extraordinario patrimonio literario y científico que bibliotecarios como Demetrio de Falero, el citado Calímaco o Apolonio de Rodas supieron atesorar a lo largo de decenios. Los eruditos de la biblioteca estudiaban el Cosmos entero.
Cosmos es una palabra griega que significa el orden del universo. Es en cierto modo lo opuesto a Caos. Presupone el carácter profundamente interrelacionado de todas las cosas. Inspira admiración ante la intrincada y sutil construcción del universo. Había en la biblioteca una comunidad de eruditos que exploraban la física, la literatura, la medicina, la astronomía, la geografía, la filosofía, las matemáticas, la biología y la ingeniería.
Además de Eratóstenes, hubo el astrónomo Hiparco, que ordenó el mapa de las constelaciones y estimó el brillo de las estrellas; Euclides, que sistematizó de modo brillante la geometría y que en cierta ocasión dijo a su rey, que luchaba con un difícil problema matemático: “no hay un camino real hacia la geometría”; Dionisio de Tracia, el hombre que definió las partes del discurso y que hizo en el estudio del lenguaje lo que Euclides hizo en la geometría; Herófilo, el fisiólogo que estableció, de modo seguro, que es el cerebro y no el corazón la sede de la inteligencia; Herón de Alejandría, inventor de cajas de engranajes y de aparatos de vapor, y autor de Autómata, la primera obra sobre robots; Apolonio de Pérgamo. el matemático que demostró las formas de las secciones cónicas —elipse, parábola e hipérbola—, las curvas que como sabemos actualmente siguen en sus órbitas los planetas, los cometas y las estrellas; Arquímedes, el mayor genio mecánico antes de Leonardo de Vinci; y el astrónomo y geógrafo Tolomeo, que compiló gran parte de lo que es hoy la seudociencia de la astrología: su universo centrado en la Tierra estuvo en boga durante 1500 años. Y entre estos grandes hombres hubo una gran mujer, Hipatia, matemática y astrónoma, la última lumbrera de la biblioteca, cuyo martirio estuvo ligado a la destrucción de la biblioteca siete siglos después de su fundación.
Es difícil señalar el momento exacto en que se produjo la destrucción de la Biblioteca de Alejandría. El hecho está envuelto en mitos y tinieblas, y hay que indagar en las fuentes para hacerse una idea de la secuencia de los acontecimientos. La primera información al respecto se remonta al año 47 a.C. En la guerra entre los pretendientes al trono de Egipto, el general romano Julio César, que había acudido a Alejandría para apoyar a la reina Cleopatra, fue sitiado en el complejo palacial fortificado de los Ptolomeos, en el barrio de Bruquión, que daba al mar y donde seguramente se emplazaba la biblioteca de los «Libros regios» así como el Museo.
César se defendió bravamente en el palacio, pero durante un ataque se produjo en el arsenal un incendio que se extendió a una sección del palacio. Entonces se habrían quemado numerosos libros que el propio César pretendía transportar a Roma –las fuentes hablan de 40.000 rollos–; algunos afirmaron incluso que ardió la biblioteca entera. Este último extremo no es verosímil, sobre todo debido a la magnitud que habría tenido ese incendio para el propio palacio.
De esta biblioteca legendaria lo máximo que sobrevive hoy en día es un sótano húmedo y olvidado del Serapeo, el anexo de la biblioteca, primitivamente un templo que fue reconsagrado al conocimiento. Unos pocos estantes enmohecidos pueden ser sus únicos restos físicos. Sin embargo, este lugar fue en su época el cerebro y la gloria de la mayor ciudad del planeta, el primer auténtico instituto de investigación de la historia del mundo.
LAS BIBLIOTECAS EN LA ANTIGUA ROMA
Antes ya del Alto Imperio, en tiempos de la República, se produjo un hecho que tuvo una gran
importancia para el arraigo de la idea de biblioteca en Roma: la llegada a la Urbes de colecciones enteras de libros griegos en concepto de botín de guerra.
Desde el siglo II a.C. los gobernadores y generales romanos retornaban de Oriente no sólo con obras de arte, oro y plata, sino también con esclavos altamente cualificados, rehenes de élite (un Polibio), y rollos y rollos de papiro que, en el grado superlativo de la biblioteca de Alejandría, conservaban la «memoria del mundo».
Se trataba, en efecto, de libros en forma de rollo, que el helenismo perpetuaba como tradición
milenaria heredada del Egipto faraónico. Eran, y seguirían siendo durante mucho tiempo, los siglos hegemónicos del volumen de la lectura en voz alta, del libro para el otium -la lectura recreativa, que diría G. Cavallo-; los siglos de la identificación del formato en rollo con el liber, con el libro por antonomasia, al extremo de que se acuñaran expresiones como evolvere librum o evolvere auctores o hasta el punto de que Plinio el Joven llamase por las buenas volumen a su Panegírico de Trajano. Años y más años de civilización romana durante los cuales el codex llevará una existencia más humilde, aunque no menos extendida, como cuaderno de escuela, libreta de apuntes y prontuario de uso técnico y profesional.
En los años de tránsito de la tercera a la segunda centuria a.C. los hombres del Lacio y sus aliados itálicos comenzaron a familiarizarse con la cultura griega, la cual conocía ya verdaderos libros y verdaderas prácticas de lectura, y también verdaderas bibliotecas, con una tradición arquitectónica propia, diferenciada del archivo.
En un periodo como aquél, en el llamado siglo de los Escipiones, de cambios y vacilaciones, de expansión y conquista, los antiguos libri lintei del saber sacramental y las tabulae de la tradición jurídica tenían que hacer sitio a los grafismos vertiginosos y desenvueltos del Oriente, a los escribanos y grafómanos, a las nuevas «vias de la información» facilitadas por el papiro, el cálamo, la tinta, el juego de capitales y cursivas, amén del griego, la lengua franca sin discusión. Y todo ello pese a los misoneístas y recalcitrantes de siempre, hombres como Catón el Censor, quien seguía escribiendo las notas de sus discursos en tablillas y hacía ascos a los títulos de importación.
De Catón el Viejo a Marco Tulio Cicerón Roma iba a experimentar grandes transformaciones, hasta el punto de incorporarse de lleno a los circuitos económicos y literarios del helenismo, incluido el fenómeno socio-cultural de la aparición de un público lector. Casi nada. La diferencia cualitativa en las orientaciones lectoras se puede medir sin mayores dificultades dentro de la misma familia de los Porcios. Catón de Utica se despide de la vida con el Fedón en las manos, diálogo sobre la inmortalidad del alma a guisa de viático para un hombre empapado de helenismo. Un aristócrata romano de querencias estoicas que, antes de suicidarse, se recoge a leer en la intimidad de su casa —ante «el silencio de la escritura»—, contrasta en gran medida con la imagen de un Sócrates, el filósofo ateniense que en el Fedón y en el Critón había preferido dialogar con sus discípulos antes de beber la cicuta: he ahí un símbolo del cambio de actitudes ante la palabra hablada y la palabra escrita en el mundo grecorromano, desde comienzos de la cuarta centuria hasta el siglo I a.C.
La figura de Catón de Utica resulta doblemente representativa de los nuevos tiempos, ya que él mismo era frecuentador de colecciones privadas, como aquella que Marco Licinio Lúculo poseía en Túsculo, formada con el valioso legado que su padre Lucio había constituido con los despojos pónticos de la tercera guerra mitridática. La avidez de la lectura, la auiditas legendi dominaba a Catón hasta el punto de llevarse los volúmenes al mismísimo senado, donde los devoraba mientras aguardaba el comienzo de las sesiones.
También de esta «última generación de la República» nos llega otra noticia relacionada con los cambios cuantitativos del público lector, a saber, la ampliación del número de personas capaces de acceder a ciertos géneros y títulos. Cicerón, lector compulsivo, como Catón, y grafómano incurable, como Varrón, nos refiere que algunos individuos de condición social modesta, caso de los artesanos, se apasionaban con la historia.
Al decir del orador, tales clases de personas leían o escuchaban libros de historia por voluptas, es decir, por el mero placer de la lectura, no por la utilidad que pudiera extraerse de dicho género; utilidad formativa que en definitiva se suponía había de ser la meta apetecida por todo lector con posibilidades de seguir la carrera política.
No sería de extrañar, por consiguiente, que autores como César o Cornelio Nepote llegasen a grupos de lectores mucho más amplios que los representados por la élite de escritores y hom-
bres cultos a la que ellos mismos pertenecían: los círculos rectores tradicionales de la sociedad romana, el ordo senatorius y el ordo equester. A juzgar por las manifestaciones de Ovidio, un poeta del periodo augusteo podía albergar la esperanza de llegar a «ser leído por el pueblo llano» . A finales del siglo I, Marcial lo daba por hecho.
Quien dice Lúculo, dice Sila, o dice Emilio Paulo, por no hablar antes de los Escipiones: todos ellos, en mayor o menor medida, retornaron de Oriente cargados de volumenes con los que hicieron célebres sus colecciones particulares. En particular, el traslado a Roma de la biblioteca del rey Perseo de Macedonia, vencido en Pidna (168 a.C.), debió de constituir un auténtico hito en la historia de la biblioteconomía latina.
Pues con esas formas librarias llegaban también saberes y técnicas del mundo helenístico en cuanto a comercio librero, práctica editorial (amanuense y editora) y organización bibliotecaria, en concreto, la biblioteconomía peripatética, la alejandrina, la pergamena, etc., un conjunto de experiencias inextricablemente unidas a la filología alejandrina que los romanos incorporaron a su quehacer de bibliófilos y que asimismo aplicaron a la hora de seleccionar, copiar, catalogar y conservar sus fondos en lengua latina. Es el caso de Ciceron y su hermano Quinto, aquél con la inestimable ayuda de Tirón, su secretario, o incluso con el asesoramiento técnico de los librarii griegos que le enviaba su gran amigo Tito Pomponio Ático de supropia casa; es asimismo el caso de Catón y deMarco Terencio Varrón, y de otros nombres.
En las bibliotecas de la antigua Roma los libros se colocaban en estanterías denominadas plutei; pegmata si los estantes se hallaban fijados a la pared. Los espacios que formaban los elementos verticales y horizontales eran llamados foruli y nidi, nidos. Cuando el códice sustituyó al volumen, se generalizó el uso del armaria, armario. Los patricios y los romanos ricos solían disponer de su propia biblioteca, tanto en sus casas de la ciudad como en sus residencias campestres. Vitrubio recomendaba destinar como biblioteca una sala orientada hacia el este, que, además de biblioteca, servía para recibir a los amigos.
Había más de dos docenas de grandes bibliotecas en la ciudad de Roma durante la época imperial, pero la capital no era el único lugar que albergaba colecciones deslumbrantes de literatura. Alrededor del año 120 d.C., el hijo del cónsul romano Tiberio Julio Celso Polemeano completó una biblioteca en honor a un padre en la ciudad de Éfeso (Turquía). La fachada adornada del edificio todavía se puede contemplar hoy y ofrece una escalera y columnas de mármol así como cuatro estatuas que representan la sabiduría, la virtud, la inteligencia y el conocimiento.
LA BIBLIOTECA DE ÉFESO
En 1863 un arqueólogo británico, llamado John Turtle Wood, que se encontraba trabajando en la construcción de una red ferroviaria en Turquía, abandonó su trabajo para dedicarse, con tesón y entusiasmo, a realizar excavaciones en la abandonada ciudad de Éfeso en busca del Templo de Artemisa, una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Las prospecciones se alargaron durante seis años, a lo largo de los cuales Wood dudó si sería posible encontrarlo algún día, hasta que, una mañana del mes de mayo de 1869, encontró la pared del perybolos (muro que cerraba el recinto sagrado) del Templo.
John Turtle Wood abrió el camino a las excavaciones en Éfeso, una ciudad que había permanecido cerca de quinientos años desierta. La ciudad fue fundada por los griegos entre los siglos X y IX a.C, alcanzando su apogeo entre los siglos ii a.C. y iii d.C, periodo en el cual fue la ciudad más populosa de Asia Menor y una de las más importantes del Imperio Romano. La decadencia del Imperio Romano, las primeras invasiones de los pueblos situados más allá del limes oriental, la desintegración del viejo orden social y la aparición del cristianismo contribuyeron al declive de Éfeso.
Aparte del magnífico Teatro grecorromano, la ciudad de Éfeso contaba con un gran número de construcciones monumentales, muchas de las cuales fueron restauradas durante este siglo. La mayor parte de ellas se edificaron en nuestra era, coincidiendo con el renacer económico observado en tiempos de Augusto. A partir de su reinado encontramos abundantes
inscripciones de construcciones o reconstrucciones, y sobre todo a partir de los Flavios, alcanzando su apogeo constructivo entre los reinados de Trajano y Antonino Pío. Es en esta época cuando los edificios se multiplican y alcanzan un lujo inaudito:
La biblioteca de Efeso, construida en los reinados de Trajano y Adriano, es testimonio de esta riqueza; la biblioteca de Celso no solo es signo de la bonanza económica, la sino que las construcciones no eran exclusivamente imperiales, sino que existía una pujante clase dirigente enriquecida por el comercio .
La biblioteca, construida aproximadamente entre los años 114 y 120d.C, fue erigida, como rezan dos inscripciones, por Gayo Julio Aquila Polemeano, cónsul en el año 110 d.C, en honor a su padre, el insigne Tiberio Julio Celso Polemeano, procónsul de Asia entre los años 106 y
107 d.C. La construcción fue sufragada por Julio Aquila mediante una donación de 25.000 denarios, una cifra magnífica, pero que se podía permitir dada su inmensa fortuna, y fue posteriormente continuada por su hijo, el nieto de Celso.
No cabe duda de que la belleza del edificio asombró a los efesios y a los visitantes de la ciudad. Fue construida encerrada entre otros edificios, de modo que solo la fachada era importante al exterior, y se accedía a ella por una pequeña plaza cubierta de losas de mármol, a la que se llegaba a través de la Avenida de los Curetos, una de las vías principales de la ciudad,
o desde el Agora,cruzando la Puerta de Mazaeus y Mitrídates. Desde la pequeña plaza, la biblioteca se mostraba con todo su esplendor: nueve escalones de mármol, flanqueados por dos estatuas, daban paso a una monumental fachada, decorada rica y fantásticamente, en un estilo que recuerda poderosamente los scaenae frons, con cuatro pares de columnas de basas áticas, fuste liso y capiteles compuestos, de unos 60 cm de diámetro inferior, que se elevaban sobre bajos pedestales cuadrados. Los pares de columnas estaban agrupados en cuatro parejas unidas por secciones exentas de entablamento, sobre cada una de las cuales, a su vez, se levantaban dos columnas corintias sin estrías, de gran efecto porque «sorprendentemente, las ocho columnas superiores estaban emparejadas de forma diferente a las de abajo» . Asi, mientras que las columnas de los extremos eran independientes, unidas cada una al muro por un solitario bloque de entablamento saliente, las seis columnas centrales estaban agrupadas en tres parejas por secciones de entablamento. La sección central soportaba un frontón triangular, mientras que las laterales eran circulares, siendo este un recurso ampliamente utilizado por la arquitectura helenística.
Detrás de las columnas inferiores, la fachada era atravesada por tres puertas, una grande y dos pequeñas, sobre las cuales había ventanas con celosías de marmol. También en la parte superior había tres ventanas rectangulares, que seguramente proporcionarían mayor claridad al interior del edificio. Bellas pilastras, magníficamente labradas, enmarcaban cada una
de las entradas. Detrás de cada par de columnas, en el muro, se encontraban cuatro hornacinas que contenían sendas estatuas de figuras femeninas, alegorías que simbolizaban las virtudes de Celso: Sophia, Arete, Ennoia y Episteme (la sabiduría, la virtud, la inteligencia y la ciencia).
Una vez en el interior, la única sala de la biblioteca tenía 16 m de altura y estaba cubierta, posiblemente, por un techo de madera, mientras que el suelo estaba completamente cubierto de mármol de variados colores, que proporcionaban al interior una gran vistosidad. Enfrente a la entrada, en el centro del lado opuesto, se encontraba un ábside de más de cuatro metros de vano.
Siguiendo la descripción que hace Robertson, los anaqueles para los libros irían colocados en los 10 nichos situados en los paredes interiores exceptuando el de la fachada. Los nichos tienen aproximadamente 2 metros de altura y un metro de anchura.
La capacidad de la biblioteca era de unos 12.000 volumenes, lo que la convierte en una de las más grandes de la época.
Los datos sobre la historia posterior de la biblioteca son muy escasos. Se sabe, como se ha dicho anteriormente, que Julio Aquila Polemeano, hijo de Celso, financio la construcción y la compra de libros para la biblioteca, que fue finalizada por su nieto.
Si parece seguro que la biblioteca se mantuvo en funcionamiento hasta el año 262 d.C, año en el que se produjo la incursión de los godos en Éfeso. Aunque no se puede afirmar con absoluta certeza, parece ser que la biblioteca fue incendiada en dicho ataque, aunque el muro frontal no fue destruido totalmente. El hecho de que aún fuera utilizada parece probado porque fue restaurada después del desastre, y una hermosa fuente fue construida delante de la fachada. En las cercanías se encontraron fragmentos de un friso monumental de losas talladas en relieve, de carácter narrativo, que tradicionalmente se ha Interpretado como conmemorativo
de las victorias de Lucio Vero y Marco Aurelio contra los partos, aunque Vermeule lo ha fechado anteriormente, hacia el 138 d.C, fecha en la que murió Adriano, sin que hasta el momento se conozca cual fue la ubicación originaria del friso. Los fragmentos del friso se encuentran expuestos en el Museo de Éfeso en Viena.
LAS BIBLIOTECAS MEDIEVALES EN EUROPA
En los tiempos medievales, con las invasiones bárbaras y la caída del Imperio Romano de Occidente, la cultura retrocede y se refugia en los monasterios y escritorios catedralicios.
En el Imperio Carolingio, además de las bibliotecas de los monasterios un foco de gran interés cultural en la Corte Imperial de Carlomagno en Aquisgrán, se promovió un movimiento cultural que recibiría el nombre de Renacimiento Carolingio, cuyo núcleo residía en la Escuela Palatina, creada para el fomento de la instrucción y el estudio. Alcuino de York, un inglés de vasta cultura y con experiencia como bibliotecario consiguió traer textos de toda Europa y fundaría la Biblioteca Palatina, que haría las funciones de lo que hoy entendemos como biblioteca nacional, biblioteca universitaria, biblioteca pública y archivo. Por otro lado, es importante mencionar la biblioteca privada del propio Carlomagno, con muchos libros ilustrados.
En la España bajo el dominio se crearon escuelas episcopales, de donde nacieron las bibliotecas más importantes de este periodo. Los obispos San Leandro y luego su hermano San Isidoro crearon una voluminosa biblioteca familiar que serviría de base a este último para escribir sus “Etimologías”, obra enciclopédica de importancia capital durante toda la Edad Media.
Los monasterios que solían tener una escuela adjunta, contaron con pequeñas colecciones de libros de carácter religioso. Una biblioteca monacal podía estar compuesta por varios centenares de libros. El libro por antonomasia era la Biblia, además de los libros necesarios para el culto y los textos de los Padres de la Iglesia. Por entonces, ya existía el préstamo de libros entre monasterios para poder copiarlos. Los clérigos por tanto, se dedicaban a la lectura y la copia de los libros. Esta ardua labor de copiar libros se realizaba en los monasterios, en los llamados Scriptorium. La copia de libros no se hacía para promover la cultura, sino para intercambiar libros con otros monasterios, conservarlos como tesoros o por encargo de algún noble (aunque esto último era lo más raro). El Scriptorium era una sala, que normalmente estaba adjunta a la biblioteca, con hileras de mesas y sillas donde los monjes realizaban el copiado de libros y la producción de códices, a la cabeza del Scriptorum se hallaba el Armarius, que era el sacerdote responsable de coordinar a los copistas.
La urbanización del final de la Alta Edad Media trajo un aumento considerable de lectores, de libros y de bibliotecas. Las escuelas catedralicias mantuvieron colecciones de libros, de no muchos volúmenes y no faltaron profesores que se interesaran por la posesión de algunos libros sobre los temas de su particular interés. Aumentó el número de bibliotecas a partir del siglo trece con la aparición de las universidades al servicio de profesores y alumnos. Reunieron mayor número de libros que las monacales y catedralicias porque fueron concebidas como instrumentos de trabajo y las enseñanzas se apoyaban en la lectura y comentario de un texto.
Las bibliotecas universitarias estaban fragmentadas en colecciones pertenecientes a las facultades o colegios. La consulta y lectura estaba reglamentada y en general los libros se dividían en dos secciones, libraria magna, con libros de consulta, que no se podían prestar y debían ser consultados al pie de la estantería pues, además, estaban encadenados, libri catenati, y la libraria parva con los destinados al préstamo, libri distribuendi. Es fácil imaginar que entre ellos no había libros lujosos por sus ilustraciones y adornos.
Los profesores, especialmente los miembros de las nuevas órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos, que se orientaron principalmente a la enseñanza, dispusieron de libros propios y de bibliotecas en sus conventos proporcionadas por la orden. También poseían libros los que, tras estudiar en las universidades, ejercían actividades liberales, como la medicina y el derecho, la mayoría referentes a su profesión, pero otros de temas religiosos, filosóficos, históricos o literarios, de acuerdo con sus aficiones.
A partir del siglo trece, como hemos visto, experimentan un desarrollo las literaturas vemáculas, que cada vez contaban con un público más amplio entre los que sabían leer, pero no eran capaces de entender el latín. Este es el caso de reyes, nobles y muchas damas aristocráticas, que encargaban libros bellamente ilustrados, no escritos en latín, que leían directamente o, con más frecuencia, encargaban a un capellán o a un criado que se los leyera.
Una de las grandes bibliotecas del siglo trece, por la cantidad, pero principalmente por la riqueza de los volúmenes, fue la que reunieron Alfonso X el Sabio y su hijo Sancho IV para que sus colaboradores pudieran preparar y escribir las obras unidas a sus nombres. Los códices no debieron de estar todos juntos ordenados en una sala. Eran trasladados, como el equipaje, con el rey cuando este cambiaba de residencia y normalmente se guardaban en arcones. Sus sucesores acrecentaron la biblioteca y muchos de estos volúmenes llegaron a poder de Isabel la Católica y Felipe II. Entre las bibliotecas de la nobleza, destaca la del marqués de Santillana, poeta y bibliófilo, que encargó códices muy bellos en Italia, bastantes de los cuales se encuentran hoy en la Biblioteca Nacional.
Los reyes franceses, empezando por San Luis, fueron amantes de los libros, muy en particular de los bellamente ilustrados. Uno de ellos, Carlos V, los guardaba en una torre del Louvre, se sentía atraído por las obras narrativas e históricas en francés, menos por las escritas en latín, y ordenó la traducción de Padres de la Iglesia, como San Agustín, de filósofos de la Antigüedad, como Aristóteles, e incluso de autores modernos, como Petrarca. También fueron buenos bibliófilos sus hermanos, Luis de Anjou, que llegó a ser rey de Nápoles, Juan de Berry y Felipe el Atrevido, duque de Borgoña.
El prototipo de la biblioteca bajomedieval al servicio de la aristocracia es la de los duques de Borgoña, que gobernaban Borgoña y el Franco Condado, al este de Francia, y los Países Bajos al noroeste. En Dijon Juan sin Miedo había reunido unos doscientos cincuenta códices y su hijo y sucesor, Felipe el Bueno, aumentó la colección de modo considerable hasta superar los ochocientos. Al duque le gustaba escuchar a diario la lectura en voz alta de sus libros escritos en francés, ya fueran obras originales o traducciones, unas y otras copiadas con una clara letra bastarda y adornadas con bellísimas ilustraciones. El rey Felipe II, propietario y admirador de la colección, ordenó que quedara instalada en Bruselas como biblioteca real.
Bibliotecas importantes fueron las de los normandos en Sicilia, favorecedores de las traducciones del árabe y del griego, con obras en latín, griego y árabe, la papal de Aviñon, Avenionensis, que llegó a reunir dos mil volúmenes y se disolvió cuando cesó el cisma. También fue rica y selecta la del rey Matías Corvino en Budapest, que tuvo corta vida pues en 1526 fue conquistada la capital por los turcos.
Pero, sin género de dudas, las más notables fueron las surgidas en Italia, cuyos creadores, por un lado, buscaban manuscritos latinos antiguos y griegos rescatados de Bizancio. Por otro, encargaban libros lujosos bellamente ilustrados por los mejores artistas. Aunque no se puede dudar de su amor a la cultura escrita, estaban motivados fundamentalmente por la presunción.
En Florencia reunió un millar de volúmenes Coluccio Salutati, muerto al iniciarse el siglo quince, cantidad superior a la conseguida por su paisano y contemporáneo Niccolo Niccoli. Les superó Cósimo de Medici el Viejo, primera mitad del siglo quince, fundador de varias bibliotecas, y cuyos descendientes, entre los que destaca Lorenzo el Magnífico que da forma definitiva a la que sería llamada Laurenziana Medicea, se preocuparon igualmente de reunir libros valiosos. Otros bibliófilos notables fueron el cardenal Bessarion, bizantino radicado en Italia, que donó su magnífica biblioteca, en la que había más de quinientos manuscritos griegos, a la ciudad de Venecia y fue el origen de la Biblioteca de San Marcos o Marciana.
Nicolás V, uno de los más afamados cazadores de manuscritos, recreó en la segunda mitad del siglo quince la Biblioteca Vaticana, pues aunque desde los primeros tiempos había habido una biblioteca en la residencia papal, los libros fueron dispersados repetidamente por avatares históricos. Los papas siguientes, Gregorio IV y Sixto IV, se preocuparon de aumentar la colección y de instalarla dignamente. Así los escasos trescientos volúmenes que reunió Nicolás V se transformaron en más de tres mil al finalizar la centuria. Posteriormente continuó creciendo en calidad y cantidad hasta convertirse hoy en una de las más ricas del mundo.
Otra biblioteca notable fue la creada por los reyes aragoneses en Nápoles formada por códices lujosos ilustrados por los mejores artistas, que además de códices griegos, latinos e italianos tenía bastantes en castellano. Al caer el reino de Nápoles en poder de los franceses, 1495, éstos se llevaron a París más de un millar. Otros códices han terminado en la Biblioteca Universitaria de Valencia, en donde se estableció el duque de Calabria, hijo del último rey de Nápoles, y algunos llegaron a la Biblioteca escurialense.
Merece una mención entre las otras bibliotecas renacentistas, la formada por Federico de Montefeltro, duque de Urbino, más apasionado por los bellos códices que por la lectura. Llegó a superar el millar de códices, entre los que no permitió que se pusiera ningún libro impreso.
REFERENCIAS:
https://es.wikipedia.org/wiki/Anexo:Grandes_bibliotecas_de_la_antig%C3%BCedad
La Biblioteca de Alejandría. Hipólito Escolar. Gredos, Madrid, 2001.
http://historiaybiografias.com/alejandria/
http://revistas.ucm.es/index.php/RGID/article/viewFile/RGID0303120037A/9996
https://es.wikipedia.org/wiki/Ebla
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=51362
La biblioteca de Éfeso-Javier Rodríguez Cabezas=Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, Historia Aritigua, t. 13, 2000, págs. 141-157
-Escolar Sobrino, H. (1987). Historia de las bibliotecas. Salamanca: Fundación Germán Sánchez Ruipérez
http://www.bibliopos.es/Biblion-A2-Historia-libro-biblioteca/02Libro-bibliotecas-Edad-Media.pdf